London, Jack Crucero del Snark 

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profesionales, se ofrecían a venir sin cobrar, para efectuar cualquier tipo de trabajo e incluso a
pagar por el privilegio de embarcarse con nosotros.
También había un gran número de compositores y periodistas que querían venir con nosotros,
por no hablar de expertos camareros, cocineros y mayordomos. El viaje también había llamado la
atención de bastantes ingenieros civiles; acompañantes «femeninas» rápidamente censuradas por
Charmian; y aspirantes a secretarias particulares cuya utilidad a bordo me divertía bastante ima-
ginar. También hubo interesados que eran estudiantes de institutos y universidades, así como
profesionales de todas las especialidades imaginables, sobre todo mecánicos, electricistas e
ingenieros. Me sorprendió ver la cantidad de personas que habían sentido la llamada de la aventura
desde los sombríos despachos y talleres en que trabajaban; y aún me asombró más comprobar la
cantidad de capitanes viejos y retirados que aún seguían deseando hacerse a la mar. Muchas
personas jóvenes pero de buena posición económica también se morían de ganas de vivir una
aventura; y lo mismo podía decirse de numerosos directores de escuelas rurales.
Querían venir padres e hijos, algunos matrimonios, e incluso una mecanógrafa que me
comunicó: «Escríbame inmediatamente si me necesita. Pondré mi máquina de escribir en el primer
tren». Pero la mejor carta de todas es la siguiente -fíjese en la delicadeza con que me ofrecía a su
mujer-: «Quizá le apetezca que le plantee la posibilidad de que haga el viaje con usted, tengo 24
años, estoy casado y arruinado, y un viaje de estas características es justo lo que andamos
buscando».
Es fácil imaginar que para una persona normal debe de ser bastante difícil escribir honestamente
una carta de autorrecomendación. Uno de los voluntarios lo encontraba tan complicado que em-
pezaba su carta diciendo: «Ésta es una tarea muy ardua -y tras intentar en vano describir sus
virtudes seguía diciendo-: Es duro tener que hablar acerca de uno mismo». Sin embargo, fue uno
de los que más se alabaron, por lo que deduzco que al final debió de disfrutar escribiendo.
«Pero imagínese esto: su marinero es capaz de hacer funcionar el motor y repararlo en caso de
avería. Imagine que puede efectuar guardias a la caña y solucionar cualquier trabajo de car pintería
o de mecánica. Imagine que es fuerte, sano y con ganas de trabajar. ¿No preferiría llevarle a él que
a un chico que no parase de marearse y que no supiese hacer otra cosa que lavar los platos?» Este
tipo de cartas eran a las que más me costaba dar una respuesta negativa. Su remitente había
aprendido el inglés de forma autodidacta, llevaba solamente dos años en Estados Unidos y, como
él mismo decía: «No deseo ir con usted para ganarme la vida, pero quiero ver y aprender». Cuando
me escribió trabajaba como delineante en una gran fábrica de motores; había tenido ya alguna
experiencia marinera y se había pasado toda su vida tratando barcos pequeños.
«Gozo de una buena posición económica, pero eso no me importa y prefiero viajar -me decía
otro-. En cuanto al salario, míreme, si cree que valgo un dólar o dos, estupendo, si cree que no, no
digo nada. En cuanto a mi honestidad y temperamento, estaría encantado de presentarle a mis
actuales patronos. No bebo ni fumo pero, para ser honrado he de confesar que, cuando tenga algo
más de experiencia, me gustaría ser escritor.
«Yo me considero una persona bastante respetable, pero opino que las demás personas
respetables son aburridas.» El hombre que escribió esto realmente llegó a intrigarme, y todavía me
pregunto si a mí me habría encontrado aburrido o qué diablos es lo que quería decir.
«He vivido épocas mejores que las actuales -me escribía un agudo veterano-, pero también he
pasado tiempos mucho peores.» Pero el espíritu de sacrificio del que escribió lo siguiente era tan
enorme que no pude aceptarlo: «Tengo padre, madre, hermanos y hermanas, amigos muy queridos
y un trabajo bien pagado, y estoy dispuesto a sacrificarlo todo para formar parte de su tripulación».
Otro voluntario al que jamás habría podido aceptar era un pulcro jovencito que, para indicarme
lo necesario que era que yo le diese una oportunidad me decía que «me sería imposible enrolarme
en un barco ordinario, sea una goleta o un vapor, pues tendría que convivir con marinos normales
y no son una gente que lleve una vida muy limpia».
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