Baroja, Pio Las inquietudes de Shanti AndĂ­a 

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Pío Baroja
por otro lado.
Garmendia mandó un recado a Zapiain, el relojero, pidiéndole un taladrador de metales, y cuando volvió
el mancebo de la botica con él, nos pusimos los dos a horadar la caja por uno de los lados. La caja era
fuerte y nos costó mucho tiempo el conseguir hacer un agujero. Hecho éste, metimos una aguja y miramos
a ver si salía algo del orificio. Al poco tiempo salió un polvo negro.
-¿Qué será esto? -pregunté yo-. Parece pólvora.
-Lo es-contestó Garmendia-. El que le ha mandado a usted esto no es un amigo. Probablemente si llega
usted a intentar abrir la caja, lo hubiera usted pasado muy mal.
Hicimos otro boquete en el metal y sumergimos la caja en agua para que la pólvora se humedeciese, y
a los dos Oías, cuando ya se notaba que toda la pólvora estaba mojada, abrimos la caja. Había dentro un
mecanismo ingenioso, formado por varios tubos de pistola en forma de abanico, que disparaban al meter
la llave en la cerradura y abrir la tapa. Según me dijo Garmendia, unos años antes habían enviado una caja
igual al general Eguía, y al abrirla se le destrozaron las manos.
Tampoco quise dar parte a la autoridad de esta tentativa de asesinato de Machín; lo que sí hice fue con-
tar lo ocurrido a la Cashilda y advertirle que si venía algo de fuera para Mary, no se lo diese. Ella, horror-
izada, me dijo que no tuviese cuidado; si algo llegaba, ella lo detendría y me lo enviaría.
Una semana después, la Cashilda me entregó un periódico de Bilbao que se había recibido para Mary.
Me pareció la previsión un tanto exagerada; pero al leerlo, creí que me había salvado de un peligro tan
grande como el de la caja explosiva.
El periódico traía al principio una narración que se llamaba «El duelo de Shanti Andía», y contaba mis
amores con Dolorcitas en Cádiz y mi desafío con el marido, todo arreglado de tal manera, dicho con tal per-
fidia, que yo aparecía como un miserable completo.
El artículo me produjo una cólera profunda y determiné insultar y abofetear a Machín la primera vez que
lo encontrara.
Ya hacía también aproximadamente un año que había muerto el padre de Mary, y tenía que entregar a
Machín el sobre de mi tío Juan. Mi tío me recomendó que se lo diera en su mano, y pensé hacer las dos
cosas al mismo tiempo: entregarle el sobre y desafiarle.
No sé cómo se enteró el médico viejo de mi resolución; el caso fue que dijo que tenía que acompañarme.
Yo me opuse, pero al fin me convenció. Fuimos juntos alzarte, en coche. Paramos en casa de Machín y
subimos los dos a su despacho. Me chocó ver a mi enemigo de cerca. En poco tiempo se había avejenta-
do. Quizá, en vista de su aire miserable, parte de mi cólera desapareció. Machín nos miró con aire som-
brío, nos saludó y nos dijo:
-¿Qué quieren ustedes?
-Este señor tiene que hablarle -contestó secamente el doctor-. Yo le hablaré después.
Machín levantó la cabeza, asombrado del tono del médico, dispuesto, sin duda, a replicar con violencia;
pero se calló.
-Yo vengo a hacer dos cosas -dije yo-. La una, entregarle a usted este sobre del difunto padre de Mary.
-¿A mí? -preguntó él en el colmo del asombro.
-Sí, a usted -y saqué el sobre y lo dejé encima de la mesa.
-Está bien, muchas gracias -murmuró él.
-La otra, que no emplee usted medios tan miserables y tan indignos como éste -y eché el periódico al
suelo.
Las mejillas pálidas de Machín tomaron un tono rojo, sus pupilas fulguraron; pero no replicó.
Yo también tengo que hablar con usted -dijo el doctor, con severidad.
-Muy bien. Si usted quiere, iré a su casa esta tarde.
-¿A qué hora?
-A las cuatro, si le parece bien.
-Bueno. .
-Pues a esa hora allí estaré.
El doctor y yo nos levantamos, dejamos a Machín entregado a su desesperación, y nos fuimos.
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La tempestad
Capítulo V
Unos días después, una mañana de octubre, me desperté con el ruido furioso del viento.
«Hoy debe de estar el mar digno de verse», me dije a mí mismo, y aunque todavía no había aclarado,
me vestí, me puse el impermeable y me eché a la calle.
Amanecía una mañana imponente, con un temporal deshecho. El viento mugía en las calles. Las
mujeres y chicos de los pescadores que habían salido al mar estaban en el rompeolas y en el muelle con-
templando el horizonte en actitud de trágica desesperación.
Recorrí el muelle luchando con las ráfagas de aire y subí al cobertizo del atalayero en el rompeolas.
El viejo, con su gorra calada hasta las orejas, envuelto en el sudeste, se asomaba a una de las ventanas
de la atalaya. Tenía la bocina en una mano y el anteojo en la otra. No estaba contento; preveía una
catástrofe.
-Estos pescadores son unos brutos -murmuró-. Quieren salir, haga buen tiempo o malo. Sin comprender
que vale más pasar apuros que no quedar sepultado entre las olas.
El viejo me explicó con detalles varias costumbres de pescadores, que yo ignoraba.
-Los pescadores -me dijo- suelen tener algunos señeros en el Izarra y en Aguiró para que estudien los
cambios atmosféricos. Si las señales son de bonanza, se lo indican a las llamadoras, que se encargan de [ Pobierz caÅ‚ość w formacie PDF ]

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