Arguedas, Alc 

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Tenía tal fuerza de previsión y presentimiento que lo que él decía debía suceder, fatalmente,
irremediablemente, con precisión casi matemática. Agudo, perspicaz, malicioso y zahorí, con
una sola mirada leía, como en un libro, lo que pasaba en el fondo de un corazón o de una
conciencia...
Nada se ocultaba a sus ojos penetrantes e investigadores: ni acciones, ni sentimientos.
Cuando abría la boca, eso sí no había más que ponerse a temblar porque el terrible anciano
generalmente hablaba para anunciar desgracias. Alguna vez uno de sus admiradores se
atrevió a preguntarle, enternecido, la causa de su inexorable escepticismo. El viejo sonrió con
mansedumbre, y fijando sus ojos acariciadores y profundos en el curioso, respondió, sin añadir
una sola sílaba a su frase rotunda y desolada:
 ¡Es la vida!
Y pare usted de contar.
Para él la vida era eso: sufrir, llorar luchar y morir. La alegría no entraba en sus cálculos, la
alegría exenta de añoranzas o inquietudes. Consideraba cosa amable un buen trago de licor,
una golosina cualquiera, un puñado de maíz, pero sin conceder gran valor ni importancia a eso,
como los otros. Era parco en sus placeres. Comía poco, bebía poco también, dormía lo preciso
y trabajaba mucho. Se podía asegurar que, a pesar de sus años, era el más trabajador de la
hacienda y sus contornos.
Tenía una especialidad: hacer balsas. El sabía, mejor que nadie, cuándo, cómo, dónde y en
qué cantidad hay que recoger la totora, para hacerlas ni muy anchas ni muy flacas, ni pesadas
ni frágiles.
En el cultivo de la tierra sus andanzas servían de regla a toda la comarca. Cuando el viejo
Choquehuanka uncía su yunta y, arado al hombro, se iba a laborar su terrón pedregoso y
situado casi en medio de la colina coronada por rotos peñascos, todos le imitaban, y
enganchaban sus bueyes, llamaban a sus ayudantes y se iban a roturar los campos,
deshierbarlos y abonarlos.
Huraño y algo mañero, pero inofensivo, vivía parcamente el viejo cultivando sus tierras,
haciendo balsas, arreglando los aparejos de pesca, distrayendo a los hombres, viejos y niños
con sus narraciones de hechos sobrenaturales en que los espíritus jugaban principal papel.
Como ninguno, conocía la comarca y las orillas del lago en todos sus accidentes. El sabía
dónde era fácil coger el hispi y dónde abundaba el suche de carne sabrosa y blanca como de
algodón; conocía los sitios dilectos de los espíritus tenebrosos y las alturas donde se posan las
aves de mal agüero, cuyos graznidos anuncian las desgracias que han de hacer llorar y
padecer a los hombres.
Le querían los niños, le escuchaban las mujeres y le obedecían los hombres. Le obedecían con
fe, ciegamente, y semejante sumisión era el motivo por el que los patrones y sus empleados le
guardaban muchos miramientos y le permitían vivir a su arbitrio, sin exigirle servicios por el
retazo de suelo que le dejaban cultivar en la vertiente de la colina, ni por la casita que ocupaba,
limpia y coquetona, a orillas del río...
 Aproxima, entonces, una de esas balsas  ordenó el viejo cuando vio que todos esperaban
de él la revelación de un secreto que pertenecía a las aves.
Muchas balsas había en la ribera, con la proa hundida entre el lodo. Eligió una el hilacata, y
ayudando a subir en ella al anciano, la empujó con el pie cuando Choquehuanka se hubo
sentado en medio, con la pértiga apoyada en el piso. La frágil canoa comenzó a deslizarse con
suavidad entre las escasas totoras del borde y bien pronto se perdió en los recodos del canal.
A su paso, despertaban las aves. Y, Sin levantar el vuelo ni arredrarse, se alejaban moviendo
de un lado a otro la cabeza lentamente.
Llegó a un claro en forma de plazoleta, de la que partían varios canales en distinta dirección.
Choquehuanka, sin tomar ninguno, dirigió la proa de su balsa a lo más espeso del totoral y se
internó en él.
Aquí, las aves, entumecidas aún por la vaguedad del crepúsculo, dormían en bandadas,
formando cada especie grupo aparte. Las zulunquías y queñoqueyas ostentaban el blanco
níveo de sus pechos aterciopelados; las panas desaparecían bajo el agua e iban a perderse [ Pobierz caÅ‚ość w formacie PDF ]

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