Unamuno, Miguel de Del sentimiento trĂĄgico de la v 

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La duda metódica de Descartes es una duda cómica, una duda puramente teórica, provisional, es decir, la
duda de uno que hace como que duda sin dudar. Y porque era una duda de estufa, el hombre que concluyó
que existía de que pensaba, no aprobaba «esos humores turbulentos (brouillons) e inquietos que, no
siendo llamados ni por su nacimiento ni por su fortuna al manejo de los negocios públicos, no dejan de
hacer siempre en idea alguna nueva reforma», y se dolía de que pudiera haber algo de esto en su escrito. No;
él, Descartes, no se propuso sino «reformar sus propios pensamientos y edificar sobre un cimiento suyo
propio». Y se propuso no recibir por verdadero nada que no conociese evidentemente ser tal, y destruir todos
los prejuicios e ideas recibidas para construirse de nuevo su morada intelectual. Pero «como no basta, antes de
comenzar a reconstruir la casa en que se mora, abatirla y hacer provisión de materiales y arquitectos, o
ejercitarse uno mismo en la arquitectura... sino que es menester haberse provisto de otra en que pueda uno
alojarse cómodamente mientras trabaja», se formó una moral provisional -une morale de provision-,
cuya primera ley era obedecer a las costumbres de su país, y retener constantemente la religión en que Dios le
hizo la gracia de que se hubiese instruido desde su infancia, gobernándose en todo según las opiniones más
moderadas. Vemos, sí, una religión provisional, y hasta un Dios provisional. Y escogía las opiniones más
moderadas, por ser «las más cómodas para la práctica». Pero más vale no seguir.
Esta duda cartesiana, metódica o teórica, esta duda filosófica de estufa, no es la duda, no es el escepticismo,
no es la incertidumbre de que aquí os hablo, ¡no! Esta otra duda es una duda de pasión, es el eterno conflicto
entre la razón y el sentimiento, la ciencia y la vida, la lógica y la biótica. Porque la ciencia destruye el
concepto de personalidad, reduciéndolo a un complejo en continuo flujo de momento, es decir, destruye la
base misma sentimental de la vida del espíritu, que, sin rendirse, se resuelve contra la razón.
Y esta duda no puede valerse de moral alguna de provisión, sino que tiene que fundar su moral, como vere
mos, sobre el conflicto mismo, una moral de batalla, y tiene que fundar sobre sí misma la religión. Y habita
una casa que está destruyendo de continuo y a la que de continuo hay que restablecer. De continuo la
voluntad, quiero decir, la voluntad de no morirse nunca, la irresignación a la muerte, fragua la morada de la
vida, y de continuo la razón la está abatiendo con vendavales y chaparrones.
Aún hay más, y es que en el problema concreto vital que nos interesa, la razón no toma posición alguna. En
rigor, hace algo peor aún que negar la inmortalidad del alma, lo cual sería una solución, y es que desconoce el
problema como el deseo vital nos lo presenta. En el sentido racional y lógico del término problema, no hay tal
problema. Esto de la inmortalidad del alma, de la persistencia de la conciencia individual, no es racional, cae
fuera de la razón. Es como problema, y aparte de la solución que se le dé, irracional. Racionalmente carece de
sentido hasta el plantearlo. Tan inconcebible es la inmortalidad del alma, como es, en rigor, su mortalidad
absoluta. Para explicarnos el mundo y la existencia -y tal es la obra de la razón-, no es menester supongamos
ni que es mortal ni inmortal nuestra alma. Es, pues, una irracionalidad el solo planteamiento del supuesto
problema.
Oigamos al hermano Kierkegaard, que nos dice: «Donde precisamente se muestra el riesgo de la
abstracción, es respecto al problema de la existencia cuya dificultad resuelve soslayándola, jactándose luego
de haberlo explicado todo. Explica la inmortalidad en general, y lo hace egregiamente, identificándola con la
eternidad; con la eternidad, que es esencialmente el medio del pensamiento. Pero que cada hombre
singularmente existente sea inmortal, que es precisamente la dificultad, de esto no se preocupa la abstracción,
no le interesa; pero la dificultad de la existencia es el interés de lo existente: al que existe le interesa
infinitamente existir. El pensamiento abstracto no le sirve a mi inmortalidad sino para matarme en cuanto
individuo singularmente existente, y así hacerme inmortal, poco más o menos a la manera de aquel doctor
de Holberg, que con su medicina quitaba la vida al paciente, pero le quitaba también la fiebre. Cuando se
considera un pensador abstracto que no quiere poner en claro y confesar la relación que hay entre su
pensamiento abstracto y el hecho de que él sea existente, nos produce, por excelente y distinguido que sea,
una impresión cómica, porque corre el riesgo de dejar de ser hombre. Mientras un hombre efectivo,
compuesto de infinidad y de finitud, tiene su efectividad precisamente en mantener juntas esas dos y se
interesa infinitamente en existir, un semejante pensador abstracto es un ser doble, un ser fantástico que vive
en el puro ser de la abstracción, y a las veces la triste figura de un profesor que deja a un lado aquella
esencia abstracta como deja el bastón. Cuando se lee la vida de un pensador así -cuyos escritos pueden ser
excelentes-, tiembla uno ante la idea de lo que es ser hombre. Y cuando se lee en sus escritos que el pensar
y el ser son una misma cosa, se piensa, pensando en su vida, que ese ser que es idéntico al pensar, no es
precisamente ser hombre» (Afsluttende uvidenskabelig Efterskrift, capítulo 3). [ Pobierz caÅ‚ość w formacie PDF ]

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